Capítulo 1: Kai

El viento azotaba sin piedad las ramas de los árboles, y su terrible rugido envolvía implacablemente a la granja, que soportaba las sacudidas con heroísmo, dejando escapar sólo algún crujido ocasional en las embestidas más fuertes. El cielo estaba totalmente despejado, pero no había luna, y ello hacía que la noche fuera especialmente oscura.

Los habitantes de la casa dormían tranquilos. Había habido otras noches como aquélla en su inhóspita tierra, y sabían que el techo no se desplomaría sobre sus cabezas. Sin embargo, los animales sí estaban inquietos. Su instinto les decía que aquélla no era una noche como las demás.

Tenían razón.

Justo cuando las paredes de la casa volvían a gemir quejándose de la fuerza del viento, un repentino grito rasgó los sonidos de la noche. Y pronto la granja entera estaba despierta, y momentos más tarde un zagal salía disparado hacia el pueblo, con una misión muy concreta: su nuevo hermanito estaba a punto de nacer, y había que avisar a la comadrona lo antes posible.

En la casa reinaba el desconcierto. La madre no tenía que dar a luz hasta dos meses después, y, además, sus dolores estaban siendo más intensos de lo habitual. Ella era la primera asustada: había traído al mundo cinco hijos antes de aquél, pero nunca había tenido que sufrir tanto.

Algo no marchaba bien, y pronto en la granja se temió por la vida de la mujer y su bebé.

La comadrona llegó resoplando veinte minutos más tarde, y todos se apresuraron a cederle paso y a dejarla a solas con la parturienta, tal y como ella exigió. La puerta se cerró tras las dos mujeres.

Fuera, el tiempo parecía hacerse eterno, y la tensión podría haberse cortado con un cuchillo, hasta que finalmente un llanto sacudió las entrañas de la noche, desafiando al rugido del viento.

- ¡Mi hijo! - gritó el padre, y se precipitó dentro de la habitación.

La escena que lo recibió lo detuvo en seco a pocos metros de la cama. La madre seguía viva; agotada y sudorosa, pero viva. A un lado, la comadrona alzaba a la llorosa criatura entre sus brazos y la miraba fijamente, con una extraña expresión en el rostro.

Era una niña de profundos ojos azules y cuerpecillo diminuto y arrugado. Un único mechón de cabello negro adornaba una cabeza que parecía demasiado grande para ella.

- ¿Qué pasa? - preguntó la madre, intuyendo que algo no marchaba bien -. ¿No está sana?

Ninguna de las tres parecía prestar atención al hombre que acababa de entrar. La vieja se estremeció, pero se apresuró a tranquilizarla:

- La niña está bien.

Jamás contó a nadie lo que había visto en aquella mirada azul que se asomaba por primera vez al mundo.

El Valle de los Lobos, Laura Gallego García